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Newsletter Nº 35


Seres invisibles en la gran ciudad

«La mujer invisible», Irma Verolín, Moglia Ediciones, Corrientes 2018.


No sería aventurado afirmar que novela y ciudad han tenido un nacimiento prácticamente común y un desarrollo paralelo, así como la pequeña aldea fue creciendo para dar lugar a un conglomerado mayor, el relato breve de transmisión oral que podía ser acopiado en la memoria logró extenderse, gracias a la invención de la imprenta, para configurar un género más extendido. “La mujer invisible” es una novela sobre la ciudad de Buenos Aires, una ciudad omnívora, llena de luces y atributos, con un alto protagonismo pero  con  pocos habitantes, al punto que  se la percibe como a un personaje autónomo, muy  enfático,  casi   atravesado   por   la  mirada    del horror vacui, un   lugar  desbordado,   que encandila.  La    voz   narradora —reflexiva, especulativa—  afirma en la novela: «las ciudades se crearon para  señalarse a sí mismas»,  otorgándole de esta forma voluntad propia, como si se tratara de un ser vivo. A la carnadura y omnipresencia del espacio saturado, con rasgos de fuerte monumentalismo, los personajes  —la narradora, su amigo Carlos, la vecina entrometida, la amiga que escribe las cartas: Alicia—   se van desvaneciendo a medida que la trama se arma  en función del enigma de la escritura de esas cartas recibidas por la narradora sin estampilla ni matasello.  Novela de configuración de espacios en la que el primer espacio es el verano, un sitio con leyes propias, seguido por la ciudad, el hospital, la clínica, la piecita que aparece al final y luego ese gran río con su presencia que es también una ausencia, ante los cuales los protagonistas resultan empalidecidos.  

La historia ocurre en 1999, durante el último verano del milenio cuando los celulares eran escasos y la explosión de Internet aún no se había  producido con el impacto que luego produjo en la vida cotidiana, cuando los teléfonos fijos solían estar sin funcionar durante mucho tiempo, como  le ocurre a la narradora que relata en primera persona.

La invisibilidad no es solo una característica que define a quien escribe esas cartas sino que parece ser extensiva a cada uno de los personajes que se van deslavando en medio del clima soporífero y anodino del verano en una ciudad vaciada de gente, es  ante todo una suerte de marca de agua que vuelve difuso el perfil de Carlos quien,  al sufrir una enfermedad,  pierde lentamente  las características distintivas de  su personalidad,  de la misma manera en que la narradora siente que su propia vida se licúa. La invisibilidad de Alicia está agravada por circunstancias personales y no  únicamente por su desaparición en un viaje absurdo ante los ojos de la narradora. De un modo notable Verolín convierte al género cuyo eje es tradicionalmente el personaje en un espacio en el que se produce la disolución del mismo. Con algo de fantasmales estos personajes dan la impresión de estar  impregnados de una visión existencialista. Por otra parte  cada uno de ellos se torna más y más difuso  frente a la ampulosidad de la ciudad.

Con una prosa trabajada que incluye párrafos del diario íntimo, de literatura epistolar  en modo referido y un discurso que por momentos roza el lirismo,  lo real y lo imaginado se ponen en escena mediante el detalle de sutiles percepciones y la creación de atmósferas.  “La mujer invisible” introduce al lector en una historia en la que la intriga va profundizándose en torno a un  misterio que moviliza la acción hacia un desenlace inesperado.


María Tolosa







La Mujer Invisible 
[Fragmento]



Revolviendo entre objetos guardados y papeles viejos encontré otras fotos en las que aparecían rostros de los que no tenía la menor idea de quiénes eran. Colegas, gente del trabajo, ocasionales compañeros de excursiones o viajes cortos, vaya una a saber. También encontré agendas de años anteriores donde nombres ignorados, números de teléfono y direcciones desconocidas me estrujaron el cerebro. ¿Tan fácil resultaba olvidar? Vidas enteras se habían cruzado con la mía sin dejar huella. ¿La mía entonces había pasado al ras sobre la línea de otras vidas con la misma intrascendencia? Mi abuelo, mucho después de haber abandonado su pueblito fronterizo con la vaca y la nieve en Italia, mucho después incluso de haber sumado su grano de arena de inmigrante trabajador para que  las ciudades continuaran creciendo, hubiera dicho que cosas como éstas sólo ocurren en las grandes ciudades. Pensé que mi abuelo y yo y todos nosotros le habíamos dado de comer a la ciudad como si alimentáramos un monstruo que, no bien hubiese crecido lo suficiente, iba a devorarnos con la sencilla estratagema de hacernos desaparecer. Ahora, sin embargo, todos se habían ido, el verano los había echado fuera del cuadrilátero, la ciudad se había transformado en una construcción descomunal que, por más que aumentara mi altura trepándome a una bicicleta, me empequeñecía y me empequeñecía sin cesar.

Pero en la ciudad siempre había habido gente por todas partes. Dónde estaba esa gente ahora. Sin duda se habían ido los habitantes acaudalados a las playas o al otro lado del mar, ¿y al irse habían arrastrado a un contingente de hambrientos y zaparrastrosos? Miraba y miraba y la gente sólo surgía en mi memoria, diluyéndose en una lejanía que se mezclaba con las películas de Hollywood o los documentales de la televisión. Tomé la bicicleta, me alejé de mi barrio. A medida que pedaleaba tuve la sensación de ir zambulléndome en un tiempo que se desmoronaba hacia atrás. En un espacio ubicado entre la ciudad y mi memoria comenzó a presentarse la gente, la misma gente que ha estado respirando siempre allí, a un paso, delante de los ojos de cualquiera. Gente sola que camina por la calle meneando las manos al viento, gente que vende cosas, innumerable variedad de cosas que se guardan en las alacenas de la cocina o en cajones profundos que jamás se abren, gente que grita, gente que pide que la escuchen, gente que busca con los ojos lo que tal vez no exista en ninguna parte, gente que quiere que pensemos en Dios o en el SIDA, gente que alza sus brazos en un colectivo o en una esquina para mostrar las recetas de los medicamentos que no puede comprar, gente que empuja a sus hijos hacia el filo de las alcantarillas, gente que trabaja, gente que reza en la entrada de los bancos, gente con hongos en los pies y cayos en el alma, gente que tiene hambre, gente borracha o drogada que duerme bajo los puentes o en un banco de plaza, gente que camina, que piensa en voz alta, gente que espera que otra gente le mejore la vida, gente sentada delante de sus casas en una sillita baja, gente desvanecida por dentro y acicalada por fuera, gente que anda en coche, gente que mira y mira, gente que aprieta ansiosa los botones de su teléfono celular, gente que corre en zapatillas blancas entre la marejada de coches y el cordón de la vereda, gente que llora, gente que grita, gente que pasa desapercibida, gente que viaja en subte, gente que habla sola en mitad de la calle, gente que se enamora, gente que compra billetes de lotería, gente gorda cubierta de trapos negros, gente que rumorea valsecitos o silba tangos o chacareras o chamamés, gente que va de un lado a otro, gente que cree que mañana llegará el Armagedón, gente que va al supermercado con una bolsa de nylon, gente que se suicida, un tráfico de gente sobre el deslizante panorama de la ciudad que recuerdo, que imagino, que transito mientras hago equilibrio pedaleando para que giren las ruedas de mi bicicleta.  




IRMA VEROLÍN nació en Buenos Aires y es autora de novelas, cuentos, poesías, ensayos y literatura infantil. Obtuvo las siguientes distinciones: Premio Nacional del Fondo Nacional de las Artes 1987, Premio Emecé 1993-1994, Primer Premio Municipal de la Ciudad de Buenos Aires, Primer Premio Internacional Horacio Silvestre Quiroga, Primer Premio Internacional de Puerto Rico, Primer Premio Internacional de Novela Mercosur y el Primer Premio de la Fundación Victoria Ocampo. Fue traducida al inglés, alemán, ruso, portugués e italiano.
  

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